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¿Qué se come en el Amazonas?

Por Shadia Asencio - August 2022
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Los mosquitos perciben mi sangre fresca. Es la novedad y no su sabor lo que me convierte en un manjar para ellos. Atrapo uno en mi mejilla mientras Casia, una mujer indígena de la tribu uitoto del Amazonas, me encamina selva adentro. Ha llovido mucho en los últimos días por lo que el aire en el kilómetro once de Leticia, Colombia, es caliente y húmedo. El terreno es fangoso y lleno de vegetación, como era de esperarse. Tras unos veinte minutos llegamos a una edificación hecha de palma y madera: la maloca de la familia de Casia. 
La maloca se erige bajo cuatro pilares que representan al cosmos y el devenir de la creación, según me cuenta el taita Walter, esposo de Casia. Este es un sitio sagrado en donde las comunidades se reúnen a participar de rituales, tomar decisiones importantes y comer. La suya es cuadrada y alberga un par de camas, fogones y el mambeadero donde elabora y comparte mambé junto a otras medicinas ancestrales, como el yagé y el rapé. Al lado del inmueble está la chagra, un sistema agrícola indígena en forma de espiral que remonta a la milpa mesoamericana, a las terrazas circulares que cruzan los Andes.
El trabajo no espera y yo no vengo a turistear sino a cocinar, a sanar y a aprender los saberes locales junto a las mujeres. Claudia ya deshilacha las hojas de la palma con las que tejerá unas cestas para acarrear alimentos y objetos. Meche está con los preparativos del almuerzo. Como cada día, comerán (comeremos) casabe: cultura y prueba comestible de supervivencia, fruto de la yuca brava.
No es de extrañar que, si la flora y la fauna del Amazonas asombran por su tamaño, escultura y exotismo, aquello que termina en el fogón también lo haga. Quizás lo más importante de la gastronomía amazónica es, además de la técnica, los usos y costumbres sobre su entorno, el conocimiento que existe de la medicina en cada ingrediente y la estrecha relación entre la naturaleza, la alimentación y la cultura. 
Una conciencia basada en la sustentabilidad evita un derroche fácil ante la abundancia: existe un respeto por los calendarios ecológicos, por sembrar aquello que los alimenta a ellos, a los peces, a los animales. Ese hábitat que llena los platos a reventar se reconoce como un regalo de la Pachamama, la Madre Tierra. Por eso la importancia de los chamanes. Hay que pedir permiso a los guardianes de la selva, hacer el ritual respectivo, acceder a cosas del espíritu para que la armonía y el balance se preserve en la selva.
La alacena amazónica
De este territorio que colinda con Brasil y Perú sobresalen las frutas de colores brillantes y nombres rítmicos (aguajé, camu camu, copoazú, arazá), los tubérculos y las raíces de sabores dulces, ácidos y pungentes, los pescados de agua dulce y hasta gusanos y larvas como el mojojoy, del cual se extrae una “manteca” con la que se preparan caldos o simplemente se fríen. Yo lo probé mezclado con cacao, días después en Bogotá, en el restaurante Leo de la chef Leonor Espinosa, recientemente nombrada Best Female Chef por la lista de los World’s 50 Best Restaurants. En su menú exhibe los frutos de su labor conservacionista en las comunidades de distintas regiones de Colombia. Cada platillo es un viaje que cuenta historias sobre ingredientes y técnicas, pero también sobre personas con nombre y apellido.
En el caso de los insumos de la alacena amazónica, todo emerge de la tierra, crece sobre las cortezas o mora en lo alto. Es común encontrase guisos con marañón, cúrcuma, jengibre y la raíz de asaí. Del río se pescan delicias como el dorado, la cachama, el tucunare y hasta la piraña, que preparan fritos, apanados o cubiertos por alguna salsa. Los locales y los chefs adoran la carne del pirarucú, uno de los peces de agua dulce más grandes que existen, sin embargo, los indígenas evitan los peces y animales grandes porque “son los dueños del río y la selva”. 
En torno a la coca (elemento masculino) y la yuca (elemento femenino) se hace comunidad en la maloca. Los recuentos del día, los acontecimientos de la tribu se cuentan alrededor del gobeje –mazo largo con agarraderas en el que se machaca o se raya la yuca para hacer harina–. “Si sabes preparar casabe ya te puedes casar”, me dice Casia, mientras las mujeres aprueban con una sonrisa. Yo mejor apunto cada una de las instrucciones. Más vale.  
Meche, prima de Wilson, me muestra cómo usar el gobeje para machacar la yuca que ha dejado remojar por tres días y resguarda un delicioso aroma salvaje. Pero es hasta que intento robar un poco para probarla cuando me entero de que es tóxica por las cantidades que aún posee de cianuro. “No, todavía no está lista”, me dice espantada. Tras casi una hora de repasarla con ese gran bloque de madera, el resultado es una pasta suave que es trasladada al tipití, una placa alargada hecha de palma que se tuerce para extraer el líquido venenoso. 
Las mujeres me piden ayuda para que sea yo quien inserte el asa de arriba en una viga alta. Una vez lograda la difícil hazaña, ellas insertan un tubo en el asa de abajo para girarlo hasta exprimir la harina. Casia, con su sabiduría y experiencia, nos indica cuándo bajar el tipití. Luego lo sacamos a asolear para que el abuelo Sol seque la harina completamente. Por último, sólo queda tamizarla sobre un cernidor gigante. 
De la yuca se procesa la fariña, presente en nuestros casabes y en una gran cantidad de las preparaciones locales; del líquido que se exprimió se crea una reducción a la que se añade ají de gusto pungente y fermentado, conocida como salsa de tucupí. Para realizar los casabes nosotras colocamos la harina cernida sobre el budare de piedra de unos 80 centímetros de diámetro, que le dará esa forma característica. Dejamos cocinar bajo el tesón del fogón aproximadamente veinte minutos hasta que el pan se ve cocido y la leña ha impreso su esplendor en el aroma y sabor. Después de tres horas de preparación, tomo un trozo: es la victoria.
La de este casabe es tan sólo una de las múltiples recetas que existen. Cada tribu despliega su creatividad culinaria con el fin de quitarle la toxicidad, confiriéndole formas, sabores y texturas particulares. Por ejemplo, un día antes en la reserva Hábitat Sur, asistí a una clase de cocina amazónica junto a Lucy, de la tribu tikuna. Además de elaborar pescado frito en salsa de coco con cúrcuma, elaboramos un casabe pequeño que no fue fermentado sino lavado. El resultado fue un pan de consistencia glutinosa que hace pensar en los mochis japoneses. 
Meche, Casia, Claudia y yo compartimos el almuerzo. Ellas comen un caldo de pescado espesado con fariña y yo, como soy la invitada, una ensalada de tomates con cebolla morada, encurtida con cocona de gusto cítrico y un pescado asado. Y es que en la cocina amazónica casi todo es asado o frito y se come al momento, pero en caso de que se requiera conservar carnes y pescados se recurre al moquiado, o moquia’o como dicen ellos. La técnica consiste en colocar un fogón con distintos tipos de leña (que le conferirán distintos sabores a la carne o pescado) y luego colgar la proteína a unos cuantos centímetros recubierta en helechos y otras hojas, de tal suerte que el alimento no toque el fuego directo y se prepare con el humo y el tiempo.
El moquia’o lo pude probar también en el menú degustación del restaurante Leo. La interpretación de la chef es un pequeño trozo de carne ahumado dispuesto sobre un diminuto horno de piedra. La carne va decorada con helechos de papa que le dan sabor y vista a un plato que, de por sí, resulta inolvidable. Su menú degustación es un recorrido de arte, técnica, amor por lo ancestral y sabores que gritan “novedad”.
Mi experiencia con Meche, Claudia y Casia en el Amazonas no se queda atrás. Mientras hacemos digestión y sigo arremetiendo tajadas al casabe, la plática se pone chispeante. Soy más escucha que participante, pero gozo junto a ellas. Me río mucho, estoy que vuelo. No puedo sino agradecer la relevancia de este día en mi caminar. Me voy pensando que las mujeres amazónicas se parecen a su comida: son igual de vibrantes, poseen una energía que alegra el cuerpo. Quizás ese sea otro de los frutos de vivir en este paraíso, quizás sea otro de los regalos de la Pachamama.
Picante como el ajíAutora: Anastasia Candre, poeta del Pueblo Okaina-Uitoto, La Chorrera.
Sabroso y picante Su aroma delicioso Así es el corazón de la mujer uitota Furiosa y sus labios ardientes Mujer uitota.
Su cuerpo oloroso Como el perfume de la flor del ají Su voz fuerte y picante Sola se apacigua la ira ardiente Su dulce corazón Y comienza a reírse ji, ji, ji.
El ají, corazón de la mujer El ají, la fuerza femenina El ají, planta medicinal de la mujer uitota Es la verdadera enseñanza y conocimiento La candela que no se apaga En su dulce hogar.